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bibliotecas en la literatura

en donde juaristi ensoneta a martín abad...

Soneto bibliotecoso al canto: de Jon Juaristi a Julián Martín Abad. No creo que ninguno de los dos necesite presentación, aunque el ripio de marras se pronunció en la presentación de una conferencia celebrada el pasado 6 de mayo en el foro complutense.

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Debió ser secretario de un Habsburgo
O poner pica en Flandes. Sin embargo,
Podemos alegar en su descargo
Que en tardo siglo lo forjó el Demiurgo.
Con la ley más estricto que Licurgo,
Colérico quizás -pero no amargo-,
Pastor de libros fue por tiempo largo
(que no de los carneros de Panurgo).
Apacentó los arduos manuscritos
En las majadas de los Recoletos
Y ordenó sus rebaños incompletos
Separando corderos de cabritos.
La Fama hace su nombre necesario:
Julián Martín Abad, Bibliotecario.


Jon Juaristi

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Estrambote bibliotecoso:
Me encanta ese final tan lapidario:
"Julián Martín Abad, Bibliotecario" :O)

cintio vitier ante la hoja en blanco

"...En la biblioteca dicen que no hay pájaros pero yo los he visto
Lo que no he visto es libros en el bosque..."
¿no es delicioso?

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LA HOJA

Quedará
lo que ella afirma no lo dice
su decir es no decir y no decir y no decir
no infinitamente sino
Tres Veces
tres infinitas veces
En su rostro escribo y es un rostro sin más rasgos
que mi escritura
que ella tornará blancor de mente, jeroglífico
de espuma,
nada
Una hoja tras otra no hacen un árbol
sino un libro un libro tras otro
no hacen un árbol sino una colección
de libros Una colección tras otra hacen
una biblioteca En la biblioteca dicen
que no hay pájaros pero yo los he visto
Lo que no he visto es libros en el bosque
Claro que el bosque mismo puede considerarse un libro etc.
Etcétera es la única palabra que la hoja abomina.


Cintio Vitier

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P.S.: unos ven pájaros y otros quirópteros... :O)

el quejido de la biblioteca

Otra deliciosa ramoniana.

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EL QUEJIDO DE LA BIBLIOTECA

Precisamente entre los numerosos tomos que abrigaban las paredes de la biblioteca era enjugado todo ruido como si le hubieran aplicado una densa pared de papel secante.
Tan extraño era el fenómeno de aquel «¡ay!» que conmovía a veces la nave atestada, que el lector impenitente se había achacado a sí mismo aquel suspiro al que encapirotaba la flor de un «¡ay!».
Pero lo evidente, lo último, lo acabado de desglosar era aquel ¡ay! insistente, escape enfisemático de los pulmones de las hojas.
¿Quizás el reloj? Pero el reloj estaba parado como un almanaque de hacía años.
Las rendijas de las ventanas también suelen hablar, lanzando sutiles cosas a través de sus labios semicerrados. Las observé, pero sólo emitían hojas de papel de viento sin ningún ruido.

El ¡ay! fantasmal y verdadero era un suspirar de lechuza escondida.

¿Quizás en la lámpara, como escape de la luz que espera la noche con ansia de que llegue cuanto antes? Observé la dirección de la lámpara para poder apreciar si salía de su globo el suspiro y el ¡ay!
Al poco rato comprobé que no, que el ¡ay! suspirado brotaba de detrás de mí de entre los propios libros.

Repasé los títulos por si encontraba alguno tan sentimental que fuesen sus páginas las sensibleras, pero todos eran libros históricos y de heraldía.
El ¡ay! a intervalos desiguales y largos reaparecía como si contase las treguas de un aburrimiento o una tristeza muy humana.
No podía trabajar con aquella espera del ¡ay! al filo de cuya próxima exhalación se sentía siempre otro ¡ay! Ya me dediqué a vigilar aquel ¡ay!, a apostar que volvía.

No pudiendo más, me levanté y salí en busca del bibliotecario.
El bibliotecario escuchó mis observaciones, y, atraído por el misterio, se dirigió conmigo hacia la biblioteca. Él no había podido oír aquel ¡ay!, porque nunca hacía estancias largas en aquel sitio enrarecido del palacio.
Los dos guardamos silencio, y a poco surgió el ¡ay! entonado, que parecía escapar, aplastado como un pensamiento, de entre las páginas de un libro.
-Sale de aquí-dije.
El bibliotecario se acercó a aquel plúteo y tomando en sus manos un libro con algo de devocionario para la primera comunión, me dijo:
-Aquí está el secreto... Este libro está encuadernado con el descote de una dama a la que quiso mucho el viejo marqués...
El suspiro estuvo desaparecido mientras miramos el libro, acariciando la tersura de la encuadernación con algo de mano muerta. El ¡ay! se había replegado al sentir la indiscreción.


GÓMEZ DE LA SERNA, Ramón. Caprichos. Madrid. Espasa-Calpe, 1962. 229 p.

entra herman hesse en la biblioteca del paraíso y encuentra a un bibliotecario de lo más guasón...

Aún no se me ha quitado la sonrisa de la boca. No os perdáis el peculiar afán del bibliotecario :O)
Recogido de esta página que asevera compilar poemas de juventud de Herman Hesse.

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ENSUEÑO

Érase un monasterio entre montañas.
Yo estaba allí invitado. Cuando todos
se fueron a rezar sus oraciones,
entré en la biblioteca. Al brillo del ocaso
vi refulgir mil lomos de pergamino ácrono
con inscripciones raras. Mis anhelos de ciencia
me llevaron al lado de los libros;
tomé uno al azar con entusiasmo y leí:
"El último paso para la cuadratura del circulo".
"¡Este libro -pensé al punto- lo he de llevar conmigo!"
Vi luego otro volumen en cuarto, piel y oro,
con el titulo en letra menuda, que decía:
"De cómo Adán comió también fruta de otro árbol"...
¿De otro árbol? ¡De cuál había de ser: del de la Vida!
Luego Adán es inmortal... "Mi estancia aquí -me dije-
no es en vano." Proseguí mi escrutinio
y percibí un infolio, que en lomo, canto y ángulos
ostentaba lucientes los colores del iris.
En él, pintado a mano, un rótulo rezaba:
"Correlación entre el sentido de los colores
y el de los sonidos. Aquí se demuestra
cómo cada tono musical es una réplica
a cada color, a cada refracción de los colores."
¡Oh, cómo coruscaban a mis ojos
los coros de los colores, colmados de promesas!
Me vino un presentimiento, confirmado
a cada nuevo tomo que cogía:
¡era la biblioteca del Paraíso!
Cuantas preguntas y problemas me acosaban
podrían encontrar allí respuesta;
calmaría la sed de saber que me abrasaba;
cualquier hambre seria satisfecha
con aquellas reservas de pan espiritual,
pues siempre que ponía los ojos en un libro
con rápida mirada interrogante,
su tejuelo me daba respuesta promisoria:
para todo apetito
existía allí el fruto que había de saciarlo;
el que, temblando, buscan estudiantes curiosos,
el que llena las ansias del maestro atrevido.
Allí estaba el sentido intimo y puro
de todo saber y ciencia, de toda poesía.
Allí estaba la virtud hechicera,
que sabe el modo exacto de plantear los problemas,
con sus claves y su vocabulario;
sutilísima esencia del espíritu
guardada en esotéricos libros magistrales:
aquel a quien ella concede el favor
de un momento de magia, conviértese en dueño
de las claves que sirven para todo linaje
de cuestiones y de misterios.


Entonces coloqué con mano trémula
sobre el atril uno de aquellos códices
y descifré la magia de su ideografía,
como cuando se intenta comprender en un sueño,
medio jugando, cosas antes nunca aprendidas,
y felizmente se acierta. Pronto yo, alado,
estaba de camino por sidéreos espacios del espíritu:
quedé inserto en el zodíaco, y en éste, ¡oh maravilla!,
todo lo que la intuición de los pueblos -heredera
de milenaria experiencia cósmica- ha percibido
alegóricamente como revelación,
concordaba con perfecta armonía,
y una y otra vez se correspondía
y tornaba a corresponderse en vínculos siempre renovados:
siempre alguna pregunta nueva y trascendental,
recién surgida alzaba el vuelo
hasta los antiguos saberes, símbolos y hallazgos;
así que, leyendo por espacio de minutos o quizá de horas,
rehice el largo camino de la Humanidad,
y dentro de mi alma acogí de consuno
el íntimo sentido de su ciencia más vieja y de su ciencia más nueva.
Leí y vi las figuras ideográficas,
ora apareadas, ora desplegadas,
ya formando corro, ya a la desbandada
o desembocando en nuevas formaciones,
cual imágenes simbólicas de caleidoscopio
incesantemente enriquecidas con nuevas significaciones.
Y como de mirar tan atento sintiese fatiga en los ojos,
hube de alzarlos por darles descanso;
entonces vi que no me hallaba salo:
en el mismo salón, cara a los libros,
se encontraba un anciano, quizá el archivero,
atareado y grave, rodeado de tomos;
¿qué sentido, qué objeto tenían sus afanes?
;En qué consistiría su acucioso trabajo?
Quise saberlo al punto: para mí ciertamente
era de entidad suma saberlo. Le observé:
con delicados dedos seniles requería
un volumen tras otro volumen, y leía
los rótulos obrantes en los lomos; soplaba
con sus pálidos labios sobre el titulo -¡un título
lleno de seducciones, garantía segura
de horas y más horas de exquisita lectura!-;
lo borraba con suaves presiones de su dedo,
y escribía riendo otro título nuevo;
daba unos pasos luego; cogía un nuevo libro
de este o de aquel estante, v asimismo
le cambiaba su título por otro diferente,
y así incansablemente.

Le contemplé, confuso, largo tiempo
con la mente reacia a comprender;
me volví a mi tratado, del que sólo leyera
unos pocos renglones; pero ya no encontré
la procesión de símbolos, portadora de dichas:
aquel mundo de signos, en el que apenas habíame adentrado,
parecía haber huido de mí, haberse disuelto
apenas revelada la rica significación del universo.
Sí; por un instante creí ver todavía
cómo perdía fuerzas, giraba, se nublaba
y se desvanecía sin dejar otro rastro
que los reflejos grises del nudo pergamino.
Sentí una mano que se apoyaba en mi hombro;
volvíme: el solícito anciano se hallaba a mi lado.
Me puse en pie, El, sonriendo, cogió mi libro
(un estremecimiento -helado escalofrío-
se adueñó de mi alma),
y, aplicándole al lomo la esponja de su dedo,
el titulo borróle; incontinenti,
con pluma concienzuda de calígrafo,
en el lugar del viejo escribió un nuevo titulo,
grávido de problemas y promesas
-flamantes, novísimas refracciones
de las más rancios problemas-.
Y luego, silencioso,
partióse con su pluma y con mi libro.


Herman Hesse

el embrujo de las palabras de concha

Aún a riesgo de ponerme estupendo, me pueden las ganas de abrir este post con otra taxonomía bibliotecoide a saber:

Modos (que son grados) de empleo de las bibliotecas en la literatura

- Incidental: la biblioteca aparece sin más en algún texto o contexto literario, sin intencionalidad aparente.
- Ambiental: con afán de ambientación narrativa o poética.
- Argumental: la trama gira en alguna medida en torno a bibliotecas o bibliotecarios.
- Conceptual: el más escaso y el que más nos interesa aquí en bibliotecosas; la condición "bibliotecosa" es el verdadero motor narrativo o poético; el trabajo bibliotecario o la condición bibliotecaria de un personaje están profundamente, estructuralmente, imbricados con la obra literaria.

Como nos relamemos cada vez que, como hoy, podemos aportar un buen ejemplo de este último uso.

El estupendo relato que transcribo es obra de Concha Gómez Cadenas, que además de brindar su anuencia (gracias, Concha) promete "leer con interés vuestros comentarios" (ya estáis aprovechando la ocasión): para mayor amabilidad habrá que rebuscar en las hagiografías :O).
Muchas Gracias también a Juan José, en cuya página (del todo recomendable) hice el hallazgo: accedió al préstamo cordialmente e incluso hizo la gentil gestión de contacto.
Que ustedes lo pasen bien.

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EL EMBRUJO DE LAS PALABRAS


Empecé el libro por la noche. Pensaba leer poco, sólo una aproximación que dejara la ilusión preparada para el siguiente encuentro. Todavía me quedaban restos de la novela anterior. Esa sensación de no haber terminado del todo con ella que hace que me sienta por unos momentos como un amante infiel. Abrí por ello el libro nuevo con cierta condescendencia, perdonándole antes de empezar el que posiblemente no lograra entusiasmarme.

Estaba hojeando las primeras páginas cuando lo vi: en el sobre de la biblioteca, había una cartulina amarilla. Contenía el nombre de una chica, Eugenia Lázaro seguido de una serie de números e iniciales, códigos de títulos, supuse, para controlar los préstamos. Me entretuve mirándolos, curioseando si existía alguna periodicidad en las fechas, intentando averiguar qué representaban aquellos datos. En definitiva dándole forma a la pereza de empezar el libro. Por fin deje la ficha en su sitio y arranqué la lectura.

Olvidé la ficha con rapidez. La novela me arrastró y me vi de pronto envuelto en su trama. El libro era bueno, de lo mejor que había leído hasta entonces. Me lancé encantado a vivir su historia, entré sin notarlo en ese estado de comunión con las letras en el que pierdes la noción de todo tiempo distinto al narrado. Amanecía cuando obligado por la necesidad de cerrar un rato los ojos lo guardé en el maletín que uso para el trabajo. No me resignaba a separarme de él. Lo terminé durante el almuerzo al día siguiente, mientras el resto de compañeros salen a comer y repiten una y otra vez las mismas conversaciones. Volví a leerlo más detenidamente en lo que quedaba de semana. ¿Cómo podía haberme resistido tanto tiempo al encanto de Lolita? No era la primera vez que tenía en mis manos la obra de Nabokof, pero siempre por un motivo u otro había postergado su lectura, y ahora me resultaba fascinante. Cuando el lunes decidí, con gran esfuerzo, separarme de él y devolverlo, me acorde de la ficha. Se la entregue a la bibliotecaria excusándome por no haberla llevado antes.

Creo que ese día fue la primera vez que desvié la vista de los papeles y me fijé en ella. Detrás de las gafas que parecía usar para estar a tono con el lugar, había una chica que me observaba descaradamente, como creyéndose resguardada por esa armadura de concha marrón. Yo, como siempre, pretendía perder poco tiempo y llevarme otra fantástica novela. Pero en ese momento no se me ocurría ninguna. Me sentía aún atrapado por la historia que acababa de dejar y no podía concentrarme. Además la manera de actuar de aquella chica me tenía intrigado, diría más, me intrigaba y fastidiaba ante todo que manejara ese libro, ¡Mi libro!, con tanta familiaridad. Primero describiendo con los dedos círculos sobre sus tapas, cualquiera pensaría que cosquillas en el lomo de su mejor mascota y después entreteniéndose en pasar las páginas lentamente, como saludándolas con gestos cifrados, quizá algún guiño extrañamente deformado por las lentes.

Me dirigí, todavía molesto, a las estanterías donde se exponen las novedades. Nada me resultaba atractivo. A falta de mejor criterio estaba casi decidido a coger otro ejemplar del mismo autor, cuando pensé que pudiera ser que la persona a quien se nombraba en aquel trozo de cartón poseyera un gusto especial. Se me ocurrió como de broma que quizá fuese mi alma gemela y por tanto yo compartiría seguro sus apetencias. Por mantener un poco esa ilusión, busqué otro título de los que estaban incluidos en su lista. Únicamente recordaba algo como: Sal guar 444. Tras un rato de frustrados intentos rastreando entre los anaqueles decidí pedir ayuda a la bibliotecaria. Por un momento barajé la posibilidad de darle alguna explicación que justificara mi demanda, pero lo descarté rápidamente. No se me ocurría nada coherente. De cualquier forma por la manera de mirarme entendí que sabía de donde había obtenido yo esos datos. Cuando me entregó “el guardián entre el centeno” de Salinger, sonreía de una forma cómplice.

En el mismo momento en que este volumen pasó de sus manos a las mías me invadió una gran ansiedad. Necesitaba inspeccionar su contenido. No podía esperar. Me senté en el primer banco que encontré, enfrente del mostrador de revistas muy próximo a la mesa donde ella trabajaba, y empecé a leer. No me gusta hacer esto, normalmente prefiero separar aquello que llevo a casa de lo que consulto allí. La lectura de una novela me parece un gesto más íntimo. Acababa de pasar la primera página cuando me vi obligado a dejarlo. Sentía todo el rato la mirada de la bibliotecaria siguiendo mi lectura, cerré el libro y me fui de allí. Confieso que me abrumaba pensar que pudiera interesar a una mujer. No soy una persona muy popular y acostumbraba a hacer una vida solitaria. Mis amigos o mejor dicho, mis compañeros habían optado por tratarme como a un lunático, una especie de monje al que deben obligan a trabajar de oficinista y que dedica sus horas libres a leer o a estudiar temas que nunca son de actualidad Yo me había acomodado a esta imagen y mis relaciones personales eran escasas, sin tener en cuenta las relaciones imaginadas que me hacían vivir algunos narraciones.

Terminé el segundo tomo esa misma noche. Aún no sé como pude contenerme para no ir inmediatamente a devolverlo y recuperar, de la forma que fuera, la ficha de Eugenia. Tan entusiasmado estaba que a duras penas esperé dos días saboreando de nuevo alguno de sus capítulos antes de volver a la biblioteca. Me atendió de nuevo la chica de las gafas. Armándome de valor le dije que los últimos prestamos me habían gustado mucho, que hacía tiempo que no leía nada tan de mi agrado y le pedí por favor que me dejara hojear la ficha de Eugenia. Hasta aquí todo resulto sorprendentemente fácil, demasiado fácil, pensé. La bibliotecaria no me dio las excusas que yo esperaba –Imposible, se trata de material de uso reservado, comprenda que es de carácter personal– para las que tenía preparados argumentos que intentaran convencerla. Curiosamente se mostró dispuesta a complacerme con la misma sonrisa del día anterior. Pero para aumentar mi perplejidad la ficha no estaba en su sitio. “Ni el más mínimo indicio de su paradero.” Recuerdo que dijo y esa frase me pareció sacada de un diálogo literario. De no recordar perfectamente como se la había entregado apenas unos días antes, hubiera dudado de su existencia y de la realidad de la escena que estaba viviendo. “Puede que se haya vuelto a quedar en alguna solapa.” Dijo y se ofreció a ayudarme a buscar algo bueno que llevarme. Me confesó que cuando le entregué la ficha, había estado un buen rato curioseando en ella y que recordaba varios títulos

Esta vez me llevé tres libros que tarde muy poco en leer. Reconozco que entonces estaba ya obsesionado, tanto por la lectura, que no dejaba de sorprenderme, como por la persona que la había seleccionado.

Llevaba varios días en los que apenas dormía, pasaba prácticamente la noche entera leyendo. Muchas mañanas el despertador me rescataba de una situación de semi-letargo, en la que ya no era capaz de reconocer las letras, pero tampoco dejaba de mirarlas. Si alguna de aquellas narraciones hubiera tratado sobre pócimas o embrujos, hubiese creído que me habían afectado por el mero hecho de leerlo. No, no eran cuentos de brujas. Eran relatos que variaban en su temática, en su estilo, en todo. Sólo coincidían en la capacidad de embrujarme. Decidí devolver los últimos ejemplares cuando esta situación empezó a ser preocupante por las consecuencias que tenía en el resto de mi vida. Cuando por ejemplo me dormí por tercer día consecutivo y mis tropiezos con el mobiliario de la oficina ya eran demasiados. Mis compañeros empezaban a murmurar o incluso a recomendarme unos días de descanso.

Tomé la decisión de volver a mi aburrida existencia y olvidar otras vidas que de alguna forma me habían poseído. Si era necesario abandonaría la narrativa y me dedicaría solamente a temas científicos, o sociales, o incluso políticos, cualquier cosa que me retornara al mundo normal, donde yo controlara mis pulsiones que serían mediocres y adaptadas al ritmo monótono y tedioso de mis días.

Por tercera vez en menos de un mes volví a la biblioteca.

Siempre estaba la misma bibliotecaria.

— ¡Cuánto tiempo! ¿Has estado enfermo?

— No... Vale, sí... Estoy algo cansado. Tengo que cuidarme –Respondí turbado.

— Bueno, perdona, Oye que si no te encuentras bien no te preocupes si no puedes devolver a tiempo algún...

— Ya ya –No la dejé terminar–.Yo hoy solo quería retornar estos –Le dije sintiéndome molesto por lo que para mí era demasiada intromisión.

— Lo siento, pensaba que aún estarías interesado por aquella serie...

— ¿Ha aparecido la ficha? –De nuevo le interrumpí bruscamente.

— No, pero yo, perdona, no sé, pensaba que podía ayudarte.

— ¿Ayudarme? –De pronto me volvía a parecer que aquella situación era irreal. Mi

confusión aumentaba por momentos. Dudaba entre el enfado o el agradecimiento.

— Te había preparado unos títulos de aquella lista... hice memoria... lo siento, no quería meterme donde no me llaman.

Ya no pude resistir. Necesitaba desahogarme con alguien. Descubrir algo sobre Eugenia.

— No, perdóname tú –dije haciendo un esfuerzo–. Agradezco tu interés. ¿Podemos quedar cuando termines y hablamos más tranquilamente. –Necesitaba salir y respirar aire fresco

No dudó al responderme.

— Vale, termino el turno dentro de dos horas.

Muy cerca de la biblioteca hay una cafetería tranquila. Esther –Así me dijo que se llamaba– me llevo allí. Yo había pasado un buen rato caminando y en ese tiempo había preparado la conversación, imaginando que llevaría la voz cantante. Sin embargo desde el primer momento fue ella quien tomó la iniciativa. Eligió sin dudar donde sentarnos y se ofreció a pedir las consumiciones. Por mi parte olvidé mi preparada actuación nada más verla salir de la biblioteca. Se había recogido el pelo de una forma distinta a la coleta estirada que usaba en el trabajo. Sujeto descuidadamente con una pinza en la nuca dejaba escapar casi media melena dándole un aspecto más informal y atractivo. Pero lo más llamativo era que se había cambiado las gafas sustituyendo las serias de montura marrón por un extraño modelo de dos colores, un ojo vestía de blanco y el otro de negro.

Había preparado dos nuevos tomos para mí. Se rió cuando le confesé mis temores. No le pareció nada extraño mi comportamiento, aunque cuando le conté mis fantasías sobre embrujos cambió bruscamente de tema.

— He estado investigando sobre Eugenia. ¿Sabes? Solo he encontrado dos personas que coinciden con los datos que me diste. Una de ellas es una niña de seis años, que es imposible que sea la que buscas. La otra no visita habitualmente la biblioteca, en cinco años sólo se ha llevado dos libros, y ninguno coincide con los de la lista.

— ¿Y tú por qué te has interesado tanto?

— Bueno, leí por primera vez a Nabokof cuando lo devolviste. Por la forma de dejarlo me pareció que te costaba desprenderte de él y sentí curiosidad. Me gustó mucho. Luego aquello que me contaste de la ficha y esa querencia por extraviarse. Demasiado intrigante, ¿No crees?. ¡Como para no intentar saber algo más de todo esto!.

— ¿Tienes entonces la ficha? –dije impaciente.

— No, y mira que la he buscado, lo único que he encontrado es las de esas otras dos Eugenias, la nuestra es como si no hubiese pasado nunca por la biblioteca.

— ¿Y esos de donde los has sacado? –Le dije señalando los nuevos ejemplares.

— Ya te lo expliqué –dijo, esta vez de manera cortante–. No pude evitar echar un vistazo en la ficha, curiosear... y estoy acostumbrada a retener estos códigos. Creo que sabría decirte todos los que hay en ella. Hoy he terminado de leer este. –Señaló un tomo que me había preparado.

— Aún así no entiendo...¿Cómo es que no los habías leído antes? Son libros magistrales.

— Supongo que como tú, porque nadie los había puesto en mi camino. O porque todavía me falta por conocer muchas de las mejores cosas que me esperan en la vida. –Dijo evitando mirarme a los ojos.

Esther solo tenía entonces 24 años, llevaba poco tiempo trabajando en la Biblioteca. Me contó que ella había pasado también muchas horas devorando aquellas historias y pensando en la relación que tenían con Eugenia y conmigo. Quise entender que me hacía responsable de trasmitirle aquella fiebre.

A esas alturas de la conversación yo me sentía totalmente confundido, por una parte Esther se mostraba segura, incluso desafiante cuando nombraba o señalaba los libros que llevaba y por otra, cuando me hablaba de su vida parecía una chica diferente, más bien recatada a pesar de su llamativo aspecto. Durante un rato me perdí pensando que aquellas gafas marrones que usaba en el trabajo parecían más acordes con la muchacha que en ese momento se justificaba por haberme abordado y por sentirse tímidamente ligada a Eugenia y a mí.

Volvimos a vernos muchas tardes más. Normalmente, yo la esperaba y nos quedábamos hablando hasta muy tarde. No dejaba de llamarme la atención su transformación. Nunca olvidaba cambiarse las gafas. Un día me atreví a insinuarle que no necesitaba resaltar su cara con esa armadura tan estrafalaria.

— ¿De verdad? En ese caso llévatelas, ya no me hacen falta –Y me pidió que se las guardara, que intentaría prescindir de ellas–. Realmente puede que no las necesite.

No entendí que quería decir, supuse que solo las necesitaba para leer.

— ¿Por qué quieres que te las guarde? ¿Tienen algún poder que hacer irresistible su uso? –Le dije bromeando.

— Bueno, es solo que me gustaría que las tuvieras tú.

No Insistí. Pensé que no me importaba realmente llevarme algo suyo, las pondría cerca del último libro que me acababa de proporcionar. De repente me agradaba la idea.

Desde ese día Esther sólo usaba las gafas marrones mientras estaba en la biblioteca, luego acudía a nuestra cita sin ellas, pero no por ello dejó de sorprenderme: Una tarde vino con los ojos pintados. Nunca la había visto maquillada. Se había trazado una gruesa línea negra enmarcando sus pestañas. Esta vez no hice ningún comentario, me sentía hipnotizado por aquella mirada.

Al principio seguíamos viéndonos en la cafetería, poco después nos trasladamos a mi casa. Para entonces ya había comprado todos aquellos títulos, eran uno de mis tesoros, como las colecciones que hacía cuando era niño. Esther lo enriquecía constantemente con sus opiniones. Pasábamos tardes y noches leyendo y comentando nuestros libros. El hecho de que Esther compartiera conmigo aquella obsesión me sirvió para retomarla de una forma menos acuciante. Incluso la fascinación que había sentido por Eugenia empezó a difuminarse, como cuando después de enamorarte de la protagonista de una novela, vas al cine y te quedas prendado de los ojos de la chica, y los mezclas con tu anterior sueño.

Seguramente el influjo de Esther empezó a notarse en mi comportamiento. Me seguía resistiendo a mantener largas conversaciones con las pocas personas que me rodeaban, pero empezaba a interesarme por ellas. Así me descubrí una mañana preguntando a mi compañera por sus hijos y mirando unas fotos que hasta hacía muy poco me habían parecido ridículas encima de su mesa. Me animaba incluso a participar en algún almuerzo y ese día tuve que contenerme cuando la compañera de las fotos me preguntó cordialmente si tenía alguna amiga (matizando la a final, de forma sugerente). Eludí darle una respuesta clara. Esta vez no pretendía mostrarme distante, pero no sabía como catalogar mi situación con Esther.

Mis sentimientos no tardarían mucho en aclararse: Una noche, Esther me pidió que la invitara. De nuevo ella tomaba la iniciativa. Yo, como siempre, había soñado y preparado mil formas de hacer avanzar aquella relación, pero nunca encontraba el momento adecuado. Supongo que temía que cualquier modificación en mi comportamiento la hiciera salir huyendo. Ese día como un estúpido no podía dejar de mirarla. No sólo me había dejado perplejo su propuesta, además su maravilloso aspecto me mantenía encandilado. La raya negra de los ojos perfectamente delineada, el pelo suelto, brillante y liso perdiéndose en su espalda y para mayor turbación los labios pintados como nunca, rojo intenso. –Desde luego, vamos primero a cenar –Atiné a decir y reaccioné a tiempo para sugerir el mejor restaurante que conocía. Ella lo corroboró encantada. De esta forma me encontré compartiendo una mesa en un rincón habitualmente reservado para otras parejas, donde yo nunca pensé que me sentaría. A pesar del magnífico escenario cenamos muy poco, pero eso si, bebimos más de la cuenta. Esther quiso brindar por algo mágico que nos unía, y yo la seguía atontado sin atender a aquellos misteriosos motivos de celebración. Solo pensaba en volver a casa y beberme esa boca que hablaba envolviendo las palabras en rojo y negro, rojo y negro... De la misma forma casi inconsciente que me había trasladado hasta allí volví a dejarme llevar para descubrirme como por arte de magia en el salón de mi casa. Esther inició la conversación tomando uno de aquellos libros. Se lo quité sin darle opción a continuar. Puede que fuera el alcohol, o la forma en que ella había estado apartándose una y otra vez el pelo de la nuca lo que hizo que por una vez me sintiera seguro y no la dejara hablar más.

Por la mañana me pidió que le devolviera sus gafas. Me hizo gracia su comentario –Ahora me tienes a mí –no hubiera podido pensar en nada más que en darle la razón. Esas gafas habían mantenido siempre su presencia junto a mi cama.

Desde ese día nuestras reuniones dejaron de ser tan literarias, bien es cierto que para entonces ya habíamos comentado varias veces la serie completa, y que empezábamos a creer que todo aquel asunto de la misteriosa Eugenia, había sido un buen motor de arranque, una romántica forma de reconocernos. Poco a poco fuimos dejando en un segundo, tercer, o cuarto término aquellas obras para centrarnos más en nosotros. Todos los días Esther acudía a mi casa cuando terminaba su jornada. Me encantaba encontrar los rastros de su presencia. Empezó dejando un poco de ropa. Enseguida el cuarto de baño se pobló de objetos femeninos y de un nuevo olor. La cocina fue tomada en una siguiente fase, cuando decidió de nuevo sorprenderme y me mostró llena de entusiasmo varias recetas dignas de la mejor celebración. Después empezamos a planear vacaciones en conjunto y ya por fin, a la vuelta de un viaje, nos pareció absolutamente normal que ella se mudara definitivamente. Si alguien me hubiese contado unos meses atrás que mi arraigada vida de soltero iba a convertirse sin ninguna resistencia en una estupenda convivencia me habría parecido una broma, o mejor un sueño. Ahora mi existencia se llenaba de razones para comportarme con la cordialidad que hasta entonces me había sido tan difícil mostrar, de hecho estaba deseando que aquella compañera que sembrada la mesa de fotos y que ahora ya incluía entre mis amigas, me preguntara algo sobre Esther para contarle detalles de su persona que a mí me parecían únicos y geniales. Como la forma de llegar a casa, llamándome nada más cruzar la puerta, con una alegría en la voz que me hacía creer siempre que entraba cantando. Fue fantástico el día que Esther apareció inesperadamente por mi oficina para concretar unos detalles del viaje que estábamos planeando. Me resultó tan sencillo y agradable presentarle a mis compañeros y en particular a Luisa, mi confidente, que me reproché no haberlo hecho antes. Recuerdo que me sentí como una persona verdaderamente importante, tan orgulloso estaba de ella.

Pero volviendo a Eugenia y sus títulos. No era un tema olvidado, hablábamos a menudo de aquellas narraciones, y aunque nuestra colección de novelas favoritas se había ampliada ostensiblemente aquellas que formaban parte de la ficha amarilla eran algo especial, diríase que éramos sus fieles cuidadores.

Habíamos reunido un total de nueve libros, algunos en ediciones especiales, estudios que desmenuzaban su contenido. Nosotros nos atrevíamos a enfrentarnos con especialistas para reparar cualquier daño que nos parecía que le pudieran hacer esas opiniones. Nos reíamos al darnos cuenta de las defensas tan emotivas que hacíamos –Déjalo ya Esther, que ni Nabokof, ni Lolita, ni Eugenia van a tener que sufrir estas críticas –Yo siempre incluía a Eugenia en la lista de agraviados, me sentía en deuda con ella. No la buscaba ya con aquella antigua obsesión, pero no podía resignarme a dudar de su existencia.

Me sorprendió cuando Esther se enfadó ese día y me acusó de pensar en Eugenia como en un ser mitológico.

— Si Eugenia apareciese no esperes que sea con forma de diosa, y ojalá que tenga más de cuarenta años, muchos más.

¿Celos? ¿Desde cuándo? Si Eugenia había sido como una hada madrina en nuestro encuentro. No entendía nada, aún así desde ese momento intenté no nombrarla ni incluirla en la conversación. Pero, literario o real, el personaje de Eugenia seguía allí. Habíamos asociado aquellos libros a esa persona y a su ficha extraviada.

Sin embargo poco después algo despertó de nuevo el interés por Eugenia. Esther logró descifrar el código de un último libro que completaría mi colección. En la relación que Esther había conseguido, aparecían unos datos que no coincidían con ningún ejemplar existente en la biblioteca y que después de buscar inútilmente abandonamos pensando que se trataba de un error, algo que seguramente ella no recordaba correctamente.

Esther localizó por casualidad un título que coincidía con aquel al actualizar los datos en el ordenador. Había un fichero viejo, que alguien había olvidado informatizar y entre unos pocos libros no devueltos apareció claramente la referencia de este. Consiguió así descubrir a su autor, que sorprendentemente era Eugenia Lázaro. Parecía imposible contactar con la editorial pero nada iba ahora a detenernos. Retomamos la búsqueda más excitados que nunca. Desempolvamos catálogos y listados, llamamos por teléfono o visitamos de nuevo comercios, librerías y hasta imprentas. Por fin dimos con ella.

Era una editorial que se dedicaba a facilitar la autopublicación de autores que no encontraban quien lanzara sus creaciones. El editor nos contó que hacían tiradas muy cortas de cien o doscientos ejemplares y que él intentaba ayudar en la distribución, aunque nos confesó que en este caso, no había puesto mucho empeño porque no le pareció que aquel libro mereciera la pena, y ciertamente apenas se vendió. No conocía personalmente a Eugenia porque toda la operación la habían hecho utilizando medios informáticos y ella había preferido mantener el anonimato. Nos facilitó un ejemplar y nosotros evitamos decirle que creíamos que había cometido un terrible error, que a nuestro juicio aquel libro sería una obra maestra, la culminación de una lista mágica.

El editor no se equivocaba. Nos defraudó terriblemente, aunque Esther al principio lo defendía, movida –pensaba yo– por la ilusión, o la esperanza de poner un broche final en mi tesoro, o para demostrarme que era capaz de defender a Eugenia a pesar de sus celos. De cualquier forma aquel fiasco hizo que Eugenia desapareciera definitivamente de mi vida. Siempre sospeché que en el fondo Esther se sintió ganadora en una guerra privada, había luchado honestamente y no por ello mostró ningún tipo de alegría ante la supuesta victoria.

Ese mismo año nos casamos, era algo que ya estaba planeado y que, al menos para mi, corría al margen y de forma preferente ante cualquier otro asunto. Y este mismo carácter ha seguido teniendo nuestra vida en común hasta el día de hoy.

Pero la historia no termina aquí. Muchos años después, una tarde en la que Esther no estaba en casa mientras ordenaba papeles y carpetas encontré un manuscrito con la letra redonda y clara de Esther sólo que firmado con el nombre de Eugenia. Era ni más ni menos que la pésima ultima novela de aquella lista.

Nunca supe de la afición de mi mujer por la creación literaria, ni se me ocurría que esto para ella fuera algo que le causara vergüenza y por tanto debiera de ocultar. Entendía todavía menos su relación con la historia que he contado, ni porqué incluía entre unas obras geniales uno supuestamente suyo y que podría salir mal parado en la comparación. Si lo que quería era que lo leyese hubiese sido más fácil pedírmelo de una forma más normal. Y ¿Por qué todo aquél enredo sí además ya había sido un fracaso en su intento de publicación?. Y lo que más roía mi cerebro era el por qué no me lo había contado después de tanto tiempo. No reconocía en estas imágenes a la mujer que vivía conmigo. Todo lo anteriormente relatado había ocurrido al menos diez años atrás de ese momento, y desde luego nos unían muchas más cosas que una lista de libros.

Decidí pedirle explicaciones cuando volviese y continué ordenando. El motivo por el que todavía no lo he hecho es por que después de este descubrimiento hice otro. Era un tomo que parecía infantil, con un título gracioso. “El embrujo de las letras”, y en cuya portada se veía a una bruja clásica de cuento con el pelo enmarañado y ropajes negros consultando algo entre volúmenes llenos de polvo y con una olla hirviente cerca, de donde salían entre bocanadas de vapor letras de caracteres antiguos. Era un dibujo que parecía hecho para niños, con un fondo muy colorista, y unas formas poco agresivas. Lo ojeé movido por esta portada tan sugerente, y descubrí que lejos de ser literatura infantil, se trataba de un ensayo que parecía serio y metódico sobre formas de seducción. Desde trucos sobre como escribir cartas al amado, hasta otros encantamientos y conjuros más complicados, usando para ello herramientas como las palabras, las letras, la tinta, y diferentes objetos relacionados con la literatura. No me sorprendió encontrar también las gafas bicolores ocultas detrás del libro.

Escondí todo lejos de donde lo había encontrado, y ahora terminaré de escribir y ocultaré también estos folios en otro sitio distinto pero donde pueda recuperarlos, por si algún día pierdo la memoria y confundo a Esther con Eugenia o necesito reponer el embrujo de las palabras.

Concha Gómez Cadenas

...en la biblioteca más extensa del universo, mi único libro de poemas que escribí para ti...

CAMPOS, Javier. "La biblioteca de Alejandría". Revista virtual de cultura iberoamericana. http://www.qcc.cuny.edu/ForeignLanguages/RVCI/jcamposlabiblioteca.html

LA BIBLIOTECA DE ALEJANDRÍA

En estas bibliotecas
tan infinitas como hace milenios lo fue la de Alejandría,
adorada Alba
¿dónde quedarán estos versos?

es decir,

¿En qué diminuto estante
de una más diminuta sección
de la biblioteca más extensa del universo
mi único libro de poemas que escribí para ti?

Y mi nombre ¿quién acaso lo recordará
cuando a la velocidad de la luz
en un archivo igualmente sólo de luces
alguien pase sin siquiera teclear nunca
el título de este poema
quedar iluminado o indiferente
por alguna línea pasajera?

¿Y quién será por casualidad
-dentro de una millonésima de probabilidades-
el pasajero virtual
que hojeará al azar en una pantalla de un computador
alguna vez
en el año 3492
aquel perdido libro mío
y mire (pero no lo leerá) despreocupado quizás
lo que escribí pensando en ti?

[...]


Javier Campos

más bukowski bibliotecoso y una nota al pie sobre navegabilidad

Otra, extractada (copia-pega, vamos) de: La página de Charles Bukowski de Sergi Puertas[1]

DÍAS COMO NAVAJAS, NOCHES LLENAS DE RATAS

Siendo muchacho dividí en partes iguales el Tiempo
Entre los bares y las bibliotecas;
cómo me las
Arreglaba para proveerme de
Mis otras necesidades es un rompecabezas; bueno,
Simplemente no
Me preocupaba demasiado por eso-
Si tenía un libro o un trago entonces no pensaba demasiado
En otras cosas- los tontos crean su propio
Paraíso.
En los bares, pensaba que era rudo, quebraba
Cosas, peleaba
Con otros hombres, etc...
En las bibliotecas era otra cosa: estaba callado,
Iba de sala en sala, no leía tantos libros enteros
Sino partes de ellos: medicina, geología,
Literatura y Filosofía.
Psicología, matemáticas, historia,
Otras cosas me aburrían.

[...]

Mis hermanos, los filósofos, me hablaban como
Nadie
Venido de las calles o alguna otra parte; llenaban
Un inmenso vacío.
Qué buenos muchachos, ah, ¡qué buenos
Muchachos!
Sí las bibliotecas ayudaron; en mi otro templo,
Los bares,
Era otra cosa, más simplista, el
Lenguaje y el camino era diferente...
Días de bibliotecas, noches de bares.

[...]


Charles Bukowski

[1] Nota para los estudiosos de la navegabilidad, usabilidad, accesibilidad y adláteres: la página de Charles Bukowski de Sergi Puertas "se lee mejor navegando con vino barato en el cuerpo" o así lo asegura el susodicho... ¿alguien se anima a hacer un análisis al respecto? :O)

la marquesa y el libro prestado

Absolutamente insoslayable: un "must have" como se dice ahora. Simpatiquísimo de puro ripioso (a mí mslgr, que dirían por ahí).

Me da que figuraría esplendoroso como admonición impreso en marcapáginas de regalo bibliotecoso, o, mejor aún, en los bolsillos de hojas de préstamo donde todavía existan.

No lo he visto referenciado en ninguno de los sitios al uso, y me chincha porque no recuerdo de dónde lo tomé: lo conservo copiado con la autora como único dato (igual algún compinche bitacorista me lo dilucida).

{_por_lo_bajini}Ah, como nadie comente este post yo me retiro a la paz de esos desiertos y allá se las compongan.
He dicho.{/_por_lo_bajini}

“Es el libro prestado
casi objeto sagrado;
y aunque parezca engorro,
le debes poner forro,
pues el que te lo envía,
si no lo puso, fue por cortesía.
Ábrase con esmero,
léase muy ligero,
y luego, empaquetado,
con bien escrito sobre y bien dictado,
haz la devolución,
pues por falta de buena dirección
un criado aturdido
deja un libro perdido.
Pero es lo preferente,
y te lo recomiendo eficazmente,
que aun siendo in folio, como puede ser,
no se eternice el libro en tu poder”


Marquesa de Pardo de Figueroa

la petite claudine en la biblioteca invisible de los libros imaginarios

¿Biblioficciones por partida doble, metabibliografía fantástica...? Ahora mismo estoy espesito y no sé qué nombre asignarle a esto que acabo de encontrar gracias a élla.

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P.S. (5/9/04): catorze lo vio primero y Andrea le dio el mot juste: "investigación bibliográfica creativa". Sí que estabas espesito, Iulius, sí que sí...

andrea en véaseademás y los gemelos de Dewey

Un post en véaseademás, de esos que dan que pensar, me ha hecho revolver librejos para recuperar una referencia que viene a demostrar lo fino que hilaba Andrea.
Melvil Dewey, el insigne prócer bibliotecoso, va a resultar que tiene, a lo que parece, su “reverso tenebroso” (cf. este artículo mismamente: explotación laboral, negocios dudosos, racismo, abuso sexual...). Hay una novela que se hace eco de estas flaquezas non-sanctas del personaje. Probablemente encontraremos ocasión de hablar de ella aquí, por hoy baste decir que el protagonista es bibliotecario de una biblioteca pública estadounidense y que dedicó su juventud de estudiante a investigar la biografía de Dewey. Hemos entresacado el siguiente diálogo:

[...]
- El artículo que escribí trataba de la apropiación por parte de Dewey del sistema de taquigrafía de Lindsley. Al profesor Sharansky le gustó suficiente como para presentarlo a un premio y, lo crea o no, gané. Conseguí una pequeña beca de viaje para asistir a una conferencia nacional sobre biblioteconomía, donde me dieron unos gemelos como los que usaba Dewey. Cada uno tenía grabada una R sans serif en negrita, que significaba ‘Reforma’.

Jesson me miró las muñecas.

- No los llevo, no me los he puesto nunca.
- ¿Por qué?
- En una charla de la conferencia revelaron algunos detalles bastante desagradables sobre mi héroe. Yo ya conocía su chovinismo, por supuesto. En la facultad todo el mundo aprende que en sus esquemas de clasificación dedicó más espacio a asociaciones cristianas de jóvenes locales que a todo el budismo oriental. Lo que no sabía es que era un fanático. Resulta que creó un club privado y él mismo dictaba las normas de admisión: ‘No se aceptarán bajo ningún concepto judíos o forasteros o tísicos o cualquier otra persona que pueda molestar a personas cultivadas’.
- Parece como si el señor Dewey aplicara su patrón de clasificación a algo más que a los libros – comentó Jesson.
- El conferenciante lo llamó el prejuicio DUI: Discriminación mediante el Uso de la Influencia. Por lo visto, Dewey, cuando no estaba persiguiendo a judíos o a negros, encontraba tiempo para fastidiar a sus colegas de sexo femenino. Incluso le demandaron por acoso, lo cual ya es decir, en 1906. El conferenciante distribuyó unas copias de los papeles del juicio e incluso proyectó una diapositiva del corsé de ballenas roto que una de las víctimas de Dewey aportó como prueba.
- Desde luego, su ídolo estaba muy ocupado.
- Ex ídolo. La conferencia me demostró que las erres de los gemelos significaban racista y raptor. No hace falta decir que yo me quedé deshecho. Había tomado a Dewey por algo que no era, un error que, según mi mujer, cometo a menudo. Opina que mis mayores fallos los tengo juzgando a la gente.
- ¿Aún los conserva?
- ¿Los fallos?
- Los gemelos
- No, los tiré. Los fallos son más difíciles de eliminar.

[...]

KURZWEIL, Allen. La gran complicación. Barcelona: Diagonal, 2001. 355 p. ISBN: 84-95808-23-4

andrés neuman y claudia en la biblioteca

¿Algún ámbito más propicio al flechazo que la biblioteca? Se admiten disensiones...

NEUMAN, Andrés. El tobogán. Madrid: Hiperión, 2002. 68 p. ISBN: 84-7517-727-1

CLAUDIA EN LA BIBLIOTECA

Rebuscas en los libros
con un extraño afán de jardinera.
Delicada y ansiosa, de perfil me pareces
distinta en ese modo de curvar las rodillas
y de tensar los muslos
debajo del vaquero;
muerte lenta
contemplar, sin tocarlo,
el pequeño tatuaje en tu cintura.
Será mejor sufrir que detallar los pechos:
¿quién se atreve a cruzar
los toboganes
que unen la palabra con su objeto?
Así que huyo
y finjo distracción;
si volvieras la vista a quien te escribe
desaparecerías, y es demasiado pronto.
Sigue leyendo, Claudia.
Haces bien en amarte.


Andrés Neuman

cortázar, bibliotekarios y explosión documental

cortázar, bibliotekarios y explosión documental Un post en Bibliotekarios trae a colación a Cortázar y me obligo a buscarle hueco aquí al grandísimo cronopio.
Divagábamos hace bien poquito sobre bibliotecas de escala planetaria: la pura hipótesis se torna divertida y descabalada realidad ante la multiplicación de lo impreso en esta pequeña gran fábula.

FIN DEL MUNDO DEL FIN

Como los escribas continuarán, los pocos lectores que en el mundo había van a cambiar de oficio y se pondrán también de escribas. Cada vez más los países serán de escribas y de fábricas de papel y tinta, los escribas de día y las máquinas de noche para imprimir el trabajo de los escribas. Primero las bibliotecas desbordarán de las casas; entonces las municipalidades deciden (ya estamos en la cosa) sacrificar los terrenos de juegos infantiles para ampliar las bibliotecas. Después ceden los teatros, las maternidades, los mataderos, las cantinas, los hospitales. Los pobres aprovechan los libros como ladrillos, los pegan con cemento y hacen paredes de libros y viven en cabañas de libros. Entonces pasa que los libros rebasan las ciudades y entran en los campos, van aplastando los trigales y los campos de girasol, apenas si la dirección de vialidad consigue que las rutas queden despejadas entre dos altísimas paredes de libros. A veces una pared cede y hay espantosas catástrofes automovilísticas. Los escribas trabajan sin tregua porque la humanidad respeta las vocaciones y los impresos llegan ya a orillas del mar. El presidente de la República habla por teléfono con los presidentes de las repúblicas, y propone inteligentemente precipitar al mar el sobrante de libros, lo cual se cumple al mismo tiempo en todas las costas del mundo. Así los escribas siberianos ven sus impresos precipitados al mar glacial, y los escribas indonesios, etcétera. Esto permite a los escribas aumentar su producción, porque en la tierra vuelve a haber espacio para almacenar sus libros. No piensan que el mar tiene fondo y que en el fondo del mar empiezan a amontonarse los impresos, primero en forma de pasta aglutinante, después en forma de pasta consolidante, y por fin como un piso resistente, aunque viscoso, que sube diariamente algunos metros y que terminará por llegar a la superficie. Entonces muchas aguas invaden muchas tierras, se produce una nueva distribución de continentes y océanos, y presidentes de diversas repúblicas son sustituidos por lagos y penínsulas, presidentes de otras repúblicas ven abrirse inmensos territorios a sus ambiciones, etcétera. El agua marina, puesta con tanta violencia a expandirse, se evapora más que antes, o busca reposo mezclándose con los impresos para formar la pasta aglutinante, al punto que un día los capitanes de los barcos de las grandes rutas advierten que los barcos avanzan lentamente, de treinta nudos bajan a veinte, a quince, y los motores jadean y las hélices se deforman. Por fin todos los barcos se detienen en distintos puntos de los mares, atrapados por la pasta, y los escribas del mundo entero escriben millares de impresos explicando el fenómeno y llenos de una gran alegría. Los presidentes y los capitanes deciden convertir los barcos en islas y casinos, el público va a pie sobre los mares de cartón a las islas y casinos, donde orquestas típicas y características amenizan el ambiente climatizado y se baila hasta avanzadas horas de la madrugada. Nuevos impresos se amontonan a orillas del mar, pero es imposible meterlos en la pasta, y así crecen murallas de impresos y nacen montañas a orillas de los antiguos mares. Los escribas comprenden que las fábricas de papel y tinta van a quebrar, y escriben con letra cada vez más menuda, aprovechando hasta los rincones más imperceptibles de cada papel. Cuando se termina la tinta escriben con lápiz, etcétera; al terminarse el papel escriben en tablas y baldosas, etcétera. Empieza a difundirse la costumbre de intercalar un texto en otro para aprovechar las entrelineas, o se borra con hojas de afeitar las letras impresas para usar de nuevo el papel. Los escribas trabajan lentamente, pero su número es tan inmenso que los impresos separan ya por completo las tierras de los lechos de los antiguos mares. En la tierra vive precariamente la raza de los escribas, condenada a extinguirse, y en el mar están las islas y los casinos, o sea los transatlánticos, donde se han refugiado los presidentes de las repúblicas y donde se celebran grandes fiestas y se cambian mensajes de isla a isla, de presidente a presidente y de capitán a capitán.

CORTÁZAR, Julio. Historias de cronopios y de famas. Barcelona: Edhasa, 1998. 144 p. ISBN: 84-350-1512-2

Buenas salenas :O)

¿¿¿Física y bibliotecas??? Entropía, Perec, Catorze y véaseademás

Nos participa Catorze desde véaseademás que, conforme a la ultimísima astrofísica, va a ser que los agujeros negros son bibliotecas...
Ganas me dan de postular un nuevo tema aquí en bibliotecosas: Física y bibliotecas o quizá Bibliotecas en la Física... Buscando avales para tal empresa, hallo sólo un literato:

"Una biblioteca que no se ordena se desordena: es el ejemplo que me dieron para explicarme qué era la entropía y varias veces lo he verificado experimentalmente".

PEREC, Georges. Pensar/Clasificar. Barcelona: Gedisa, 1986. 128 p. ISBN: 84-7432-255-3

(Seguiremos dando la gaita con Perec, escritor bibliotecoso donde los haya)

el ramón erudito

el ramón erudito Al talento poliédrico y bienhumorado del gran Ramón casi ningún asunto le fue ajeno. Valga como muestra este jocundo relatín bibliotecoso (hoy algún pedantón al paño hablaría de "microrrelato" o algo así, género del que Ramón bien pudiera reclamarles la autoría).

EL LADRÓN ERUDITO

El ladrón se había dado cuenta de que el dinero estaba disimulado en algún libro de la biblioteca. ¡Pero había tantos!
Comenzó por los más altos y le fue ganando la apetencia de leer, la ansiedad de adivinar.
La casa era una casa de campo y estaba abandonada. Tenía tiempo para sus pesquisas.
Se adentró en las páginas escritas por los que prefieren escribir a robar y gastan en eso sus largas noches.
Él notaba que la realidad resultaba así más robada que por él mismo.
Hubo un momento en que sin haber encontrado los billetes estaba ya en los libros de las estanterías bajas, y entonces se sintió tan preparado que hizo unas oposiciones.


Ramón Gómez de la Serna

(Aquí debería ir la fuente: un ejemplar añoso y amarillo de la Colección austral que permanece, como el grueso del monto de mis librejos, en el domicilio paterno... Prometo actualizar este post con la referencia en cuanto la tenga)

P. S. (1/8/2004): lo prometido es deuda,
GÓMEZ DE LA SERNA, Ramón. Caprichos. Madrid. Espasa-Calpe, 1962. 229 p.

biblioficciones: la biblioteca del capitán Nemo

biblioficciones: la biblioteca del capitán Nemo Puestos a hacer taxonomía, cabe quizá discriminar dos tipos de “Bibliotecas en la literatura” (o en la filosofía): bibliotecas “reales” que sirven de motivo, lugar o pretexto al texto literario (cf. la Biblioteca Pública de Los Ángeles añorada por Bukowski) y bibliotecas de ficción pura, invenciones dentro de la invención (cf. la Biblioteca de la Universidad Invisible de Ankh-Morpork en las astracanadas de Terry Prattchet): biblioficciones.
Una de las “biblioficciones” más inquietantes que conozco es la biblioteca del Nautilus: una colección cerrada, predeterminada en cuanto a número de volúmenes (12.000), unánimes estos en cuanto a encuadernación... ¿de qué es signo esta biblioteca? ¿de la inquebrantable determinación de su dueño y señor? ¿de sus inflexibles convicciones? ¿de su inexorable desarraigo de misántropo o, por el contrario, de su añoranza de exiliado?
Una biblioteca tan insondable como la personalidad del propio Nemo...

Era la biblioteca. Altos muebles de palisandro negro, con incrustraciones de cobre, soportaban en sus anchos estantes un gran número de libros encuadernados con uniformidad. Las estanterías se adaptaban al contorno de la sala, y terminaban en su parte inferior en unos amplios divanes tapizados con cuero marrón y extraordinariamente cómodos. Unos ligeros pupitres móviles, que podían acercarse o separarse a voluntad, servían de soporte a los libros en curso de lectura o de consulta. En el centro había una gran mesa cubierta de publicaciones, entre las que aparecían algunos periódicos ya viejos. La luz eléctrica que emanaba de cuatro globos deslustrados, semiencajados en las volutas del techo, inundaba tan armonioso conjunto. Yo contemplaba con una real admiración aquella sala tan ingeniosamente amueblada y apenas podía dar crédito a mis ojos.
-Capitán Nemo -dije a mi huésped, que acababa de sentarse en un diván-, he aquí una biblioteca que honraría a más de un palacio de los continentes. Y es una maravilla que esta biblioteca pueda seguirle hasta lo más profundo de los mares.
-¿Dónde podría hallarse mayor soledad, mayor silencio, señor profesor? ¿Puede usted hallar tanta calma en su gabinete de trabajo del museo?
-No, señor, y debo confesar que al lado del suyo es muy pobre. Hay aquí por lo menos seis o siete mil volúmenes, ¿no?
-Doce mil, señor Aronnax. Son los únicos lazos que me ligan a la tierra. Pero el mundo se acabó para mí el día en que mi Nautilus se sumergió por vez primera bajo las aguas. Aquel día compré mis últimos libros y mis últimos periódicos, y desde entonces quiero creer que la humanidad ha cesado de pensar y de escribir. Señor profesor, esos libros están a su disposición y puede utilizarlos con toda libertad.
Di las gracias al capitán Nemo, y me acerqué a los estantes de la biblioteca. Abundaban en ella los libros de ciencia, de moral y de literatura, escritos en numerosos idiomas, pero no vi ni una sola obra de economía política, disciplina que al parecer estaba allí severamente proscrita. Detalle curioso era el hecho de que todos aquellos libros, cualquiera que fuese la lengua en que estaban escritos, se hallaran clasificados indistintamente. Tal mezcla probaba que el capitán del Nautilus debía leer corrientemente los volúmenes que su mano tomaba al azar.
Entre tantos libros, vi las obras maestras de los más grandes escritores antiguos y modernos, es decir, todo lo que la humanidad ha producido de más bello en la historia, la poesía, la novela y la ciencia, desde Homero hasta Victor Hugo desde Jenofonte hasta Michelet, desde Rabelais hasta la señora Sand. Pero los principales fondos de la biblioteca estaban integrados por obras científicas; los libros de mecánica, de balística, de hidrografía, de meteorología, de geografía, de geología, etc., ocupaban en ella un lugar no menos amplio que las obras de Historia Natural, y comprendí que constituían el principal estudio del capitán. Vi allí todas las obras de Humboldt, de Arago, los trabajos de Foucault, de Henri Sainte-Claire Deville, de Chasles, de Milne-Edwards, de Quatrefages, de Tyndall, de Faraday, de Berthelot, del abate Secchi, de Petermann, del comandante Maury, de Agassiz, etc.; las memorias de la Academia de Ciencias, los boletines de diferentes sociedades de Geografía, etcétera. Y también, y en buen lugar, los dos volúmenes que me habían valido probablemente esa acogida, relativamente caritativa, del capitán Nemo. Entre las obras que allí vi de Joseph Bertrand, la titulada Los fundadores de la Astronomía me dio incluso una fecha de referencia; como yo sabía que dicha obra databa de 1865, pude inferir que la instalación del Nautilus no se remontaba a una época anterior. Así, pues, la existencia submarina del capitán Nemo no pasaba de tres años como máximo. Tal vez -me dije-; hallara obras más recientes que me permitieran fijar con exactitud la época, pero tenía mucho tiempo ante mí para proceder a tal investigación, y no quise retrasar más nuestro paseo por las maravillas del Nautilus.


(No dispongo ahora mismo de mi ejemplar de Veinte mil leguas de viaje submarino, un volumen de bolsillo de Bruguera al que le llueven las hojitas del uso, para la cita he utilizado la edición digital de librodot.com)

P.S.: alguien se ha dado un "paseo por las maravillas del Nautilus" y le ha sacado una fotito a la biblioteca de marras. Cortesía de librarianschic`s Fotolog :O)

giacomo, colinas y waldstein

giacomo, colinas y waldstein ¿Cuántos bibliotecarios pueden preciarse de rebasar la centena de amantes?
Nuestro colectivo puede presumir al menos de uno -bien alto el pabellón bibliotecoso :O)-. Nos avala nada menos que el celebérrimo Giacomo Girolamo Casanova (1725-1798), que pasó los últimos años de su vida apasionada/apasionante como bibliotecario del Conde de Waldstein, redactando sus gloriosas Memorias entre registro y registro.
La anécdota la glosa el poeta Antonio Colinas en un poema exquisito y delicado. Los interesados tenéis una buena edición digital del poeta a cargo de la Fundación Juan March.
Ahí va el poema (ganas me daban de abrir un tema nuevo sobre "bibliotecas en el erotismo", no lo descarto...):

GIACOMO CASANOVA ACEPTA EL CARGO DE BIBLIOTECARIO QUE LE OFRECE, EN BOHEMIA, EL CONDE DE WALDSTEIN

Escuchadme, Señor, tengo los miembros tristes.
Con la Revolución Francesa van muriendo
mis escasos amigos. Miradme, he recorrido
los países del mundo, las cárceles del mundo,
los lechos, los jardines, los mares, los conventos,
y he visto que no aceptan mi buena voluntad.
Fui abad entre los muros de Roma y era hermoso
ser soldado en las noches ardientes de Corfú.
A veces, he sonado un poco el violín
y vos sabéis, Señor, cómo trema Venecia
con la música y arden las islas y las cúpulas.
Escuchadme, Señor, de Madrid a Moscú
he viajado en vano, me persiguen los lobos
del Santo Oficio, llevo un huracán de lenguas
detrás de mi persona, de lenguas venenosas.
Y yo sólo deseo salvar mi claridad,
sonreír a la luz de cada nuevo día,
mostrar mi firme horror a todo lo que muere.
Señor, aquí me quedo en vuestra biblioteca,
traduzco a Homero, escribo de mis días de entonces,
sueño con los serrallos azules de Estambul.

COLINAS, Antonio. Sepulcro en Tarquinia. Barcelona: Lumen, 1976.
68 p. ISBN: 84-264-2709-X

Bukowski en la biblioteca

Profundamente hermoso: profundamente humano. Conmueve más si cabe viniendo de quien viene: de una pluma bastante más vital que libresca. Debiera ser una referencia bibliotecaria principal sobre el tema, pero no veo que lo aludan por ahí. El poema es largo y no lo voy a citar in extenso, transcribo unos fragmentos para solaz y esparcimiento del que los lea. Por supuesto, la fuente por delante:

BUKOWSKI, Charles. 20 poemas. Ceriani, Cecilia (trad.), Santoro, Txaro (trad.). Madrid: Mondadori, 1998. 67 p. ISBN: 84-397-0204-3

EL INCENDIO DE UN SUEÑO

la vieja Biblioteca Pública de Los Ángeles
ha sido destruida por las llamas
aquella biblioteca del centro.
con ella se fue
gran parte de mi
juventud.
…
la vieja Biblioteca Pública de Los Ángeles
seguía siendo
mi hogar
y el hogar de muchos otros
vagabundos.
discretamente utilizábamos los
aseos
y a los únicos que
echaban de allí
era a los que
se quedaban dormidos en las
mesas
de la biblioteca; nadie ronca como un
vagabundo
a menos que sea alguien con quien estás
casado.

bueno, yo no era realmente un
vagabundo, yo tenía tarjeta de la biblioteca
y sacaba y devolvía
libros,
montones de libros,
siempre hasta el límite de lo permitido
…
siempre esperaba que la bibliotecaria
me dijera: “qué buen gusto tiene usted,
joven”.

pero la vieja
puta
ni siquiera sabía
quién era ella,
cómo iba a saber
quién era yo.
…
maravilloso lugar
la Biblioteca Pública de Los Ángeles
fue un hogar para alguien que había tenido
un
hogar
infernal
…
la vieja Biblioteca Pública de Los Ángeles
muy probablemente evitó
que me convirtiera en un
suicida,
un ladrón
de bancos,
un tipo
que pega a su mujer,
un carnicero o
un motorista de la policía
y, aunque reconozco que
puede que alguno sea estupendo,
gracias
a mi buena suerte
y al camino que tenía que recorrer,
aquella biblioteca estaba
allí cuando yo era
joven y buscaba
algo
a lo que aferrarme
y no parecía que hubiera
mucho.

y cuando abrí el
periódico
y leí la noticia sobre el incendio
que había destruído
la biblioteca y la mayor parte de
lo que en ella había

le dije a mi
mujer: “yo solía pasar
horas y horas
all텔.
…

literatura y bibliotecas: ¿porqué no Pratchett?

literatura y bibliotecas: ¿porqué no Pratchett? Hasta para los que se precian de conocedores, el tema suele agotarse en tres o cuatro citas reiterativas: El nombre de la rosa, Canetti, El Club Dumas y el no por consabido menos excelso poema de Borges. (pulsa para preciarte de conocedor)
Obviamos uno de los bibliotecarios mejor perfilados de la literatura: el abnegado bibliotecario de la Universidad Invisible de Ankh-Morpork, personaje fundamental en la desopilante serie de novelas de Terry Pratchett ambientadas en el inefable "Mundodisco". 150 Kg. de músculo peludo capaz de trepar estanterías como rascacielos y sacar el grimorio más alto con el pie. Es naranja. Su vocabulario se reduce a un único vocablo (y no es ¡¡¡sssshhhhhhhhhh!!!, sino "Ooook").
No le ninguneemos: argüirán que los bibliotecarios seguimos sin tener sentido del humor y, lo que es peor... igual se enfada :O)

Sí, bueno... es un orangután. ¿Algún problema?